El tonto que corre tras mariposas sin alcanzarlas
Nació solo.
Y así ha vivido siempre.
No porque la soledad lo haya elegido, sino porque aprendió a convivir con ella como quien comparte la sombra de un árbol viejo.
Es tranquilo.
La extraña, a veces, pero no la culpa.
La entiende.
Las personas que lo rodean —incluso su propia familia— lo han menospreciado desde siempre.
Pero sus ojos estaban llenos de amaneceres y de amor,
y confundía el cartón con el oro.
Las burlas, las tomaba como elogios.
Los regaños y los maltratos, como aprendizajes.
Transformaba las heridas en experiencia,
y las hacía parte de su sentido del humor.
No buscaba descuentos en la vida;
buscaba almas tristes para hacerlas reír.
Su fortaleza siempre fue la humildad,
y lo que más dolía a quienes pretendían humillarlo
era descubrir que, al final, no hacía mal a nadie.
Era un hombre de preguntas.
Dudaba de todo, incluso de lo que más amaba.
Corría tras mariposas sin alcanzarlas,
porque sabía que, si las atrapaba, el juego terminaría.
Sus penas no lo desesperaban;
las platicaba con la Luna,
que siempre lo escuchaba en silencio.
Mientras todos querían invitar a la muchacha más guapa de la prepa,
él buscaba a la que nadie miraba.
Y cuando bailaba con ella, su alegría era tan desbordante
que el mundo lo observaba sin querer.
Las burlas se confundían con aplausos.
Y él seguía bailando.
Los que tiene cerca son los que más lo dañan,
pero hay algo en su piel —una coraza invisible— que lo protege.
Nada lo penetra, nada lo quiebra.
Quizás lo tumben,
pero desde el suelo, con esa risa que irrita a medio mundo, pregunta:
“¿Ya te cansaste?”
Algunos brincan sobre él buscando una cima que no lleva a ningún lugar.
No saben que los caminos son redondos:
avanzas, regresas y terminas en el mismo punto.
Y creen que él está en la cima…
cuando ni siquiera se ha movido.
Que se enojen los demás.
Él no tiene tiempo para eso.
Tan tonto… que es feliz.
En su vida hay pocas grietas,
pero por ellas se cuelan rayos de luz que le calientan la piel.
Hay susurros, el vapor de una sopa, el olor a pan recién hecho.
Hay seres que busca, no por costumbre, sino porque los necesita.
Con ellos comparte dietas y semillas,
tequila y cerveza,
olvido y destino;
la alegría de los amaneceres
y lo embriagante de la neblina.
A quienes intentan herirlo con flechas o palabras no les resulta.
Su corazón no está en el pecho, ni en la mente.
Su secreto —quizás lo que más odian—
es que su corazón está repartido en otros pechos.
Y sólo ellos pueden hacerlo latir,
danzar con él,
susurrarle ternuras…
o lastimarlo de verdad.
Pan, queso y vino.
Quizá un pasado con lluvia.
No necesita compañía: sabe a quién pertenece.
Puede quedarse sentado hasta que el vino se haga vinagre
y el queso se endurezca,
esperando la primavera
para volver a llenar sus ojos de luz
y correr, una vez más,
tras las mariposas.
Sin alcanzarlas.
El brujo del tubo..